El título XXII de la II partida, que en su epígrafe se propuso hablar de los
almogávares, aunque después en el cuerpo de él no vuelve a nombrarlos,
define cumplidamente así la traza de sus personas como su natural feroz y
calidades. Por la lectura de estas leyes, de cuyo tenor se desprende que en
Castilla se trocaba a veces la voz peón con la de almogávar, como se confunde
con frecuencia el género con la especie si se habla sin gran distinción en otras
materias, y los recuerdos que se encuentran en Muntaner, Desclot, Bagaz,
Zurita y otros historiadores, se representa a la imaginación el tipo de aquellos
soldados terribles. De estatura aventajada, alcanzando grandes fuerzas, bien
conformado de miembros, sin más carnes que las convenientes para trabar y
dar juego a aquella máquina colosal, y por lo mismo ágil y ligero por extremo,
curtido a todo trabajo y fatiga, rápido en la marcha, firme en la pelea,
despreciador de la vida propia, y así señor despiadado de las ajenas, confiado
en su esfuerzo personal y en su valor, y por lo mismo queriendo combatir al
enemigo de cerca y brazo a brazo para satisfacer más fácilmente su venganza,
complaciéndose en herir y matar, el soldado almogávar ofrece a la mente un
tipo de ferocidad guerrera que hace olvidar la idea del falangista griego y del
legionario romano. Su gesto feroz parecía más horrible con el cabello copioso y
revuelto que oscurecía sus sienes; los músculos desiguales y túrgidos se
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enroscaban por aquellos brazos y pechos como si las sierpes de Laocoonte
hubieran querido venir a dar más poder y ferocidad a aquellos atletas
despiadados. Su traje era la horrible mezcla de la rusticidad goda y de la
dureza de los siglos medios; abarcas envolvían sus pies, y pieles de las fieras
matadas en el bosque le servían de antiparas en las piernas; una red de hierro,
cubriéndole la cabeza y bajándole en forma de sayo, como las antiguas
capellinas, le prestaba la defensa que a la demás tropa ofrecían el casco, la
coraza y las grevas; el escudo y la adarga jamás la usaron, como si en su
ímpetu sangriento buscasen más la herida y muerte del enemigo que la
defensa propia: no llevaban más armas que la espada, que, o bajaba del
hombro de una rústica correa, o se ajustaba al talle con un ancho talabarte y un
chuzo pequeño a manera del que después usaron los alféreces de nuestra
infantería en los tercios del siglo XVI: la mayor parte llevaba en la mano dos o
tres dardos arrojadizos a azconas, que por la descripción que de ellos se hace,
se recuerda al punto el terrible pillum de los romanos; ni los desembrazaban y
arrojaban con menos acierto ni menos pujanza; bardas, escudos y armaduras,
todo lo traspasaban hasta salir la punta por la parte opuesta. En el zurrón o
esquero que llevaban a la espalda ponían el pan, único menester que llevaban
en sus expediciones, pues el campo les prestaba hierbas y agua si no llegaban
al término de ellas, o en las ciudades y reales enemigos encontraban después
largamente todo género de manjares. La crónica manuscrita de Corbera,
ocupándose del soldado almogávar, dice, entre otras cosas, que su vestido en
invierno y verano era de una camisa corta, una ropilla de pieles y unas calzas y
antiparas de cuero, abarcas en los pies y un zurrón, en que llevaban algún pan
para su sustento cuando entraban por tierra de enemigos, que moraban más
en las soledades y desiertos que en lo poblado; que comían hierbas del campo,
dormían en el suelo, padecían grandes incomodidades y miserias; estaban
curtidos de los trabajos; tenían increíble ligereza y gallardía; hacían continua
guerra a los moros; se enriquecían con los robos y cautivos, y tal era su
profesión y sus servicios. Todavía puede añadirse que para tales soldados
nada era imposible o dificultoso. El río más caudaloso lo pasaban a nado; ni el
rigor de la escarcha o el hielo, ni el ardor del sol más riguroso, hacían mella en
sus cuerpos endurecidos; la jornada más dilatada y áspera era obra de pocas
horas para ellos, y destrísimos en la lid, cautos cuando convenía, silenciosos a
veces para ser más horribles en su alarido, llegado el caso, excesivos en sus
saltos, muy ágiles en sus movimientos, y, por consiguiente, certísimos en los
saltos e interpresas, al grito de ¡Hierro, hierro, despiértate!, azotando el hierro
contra el hierro, o contra el suelo, toda misericordia estaba ya por demás. Tal
fue la milicia de los almogávares, y tales los soldados que apareciendo en Italia
para defender los derechos de la casa de Aragón a la corona de las Dos
Sicilias, llenaron primero de extrañeza y luego de espanto a todas aquellas
comarcas y a los capitanes y tropas que allí combatían.
